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APOTEOSIS DEL HOMO AMERICANS II Y LA NECESIDAD DE UNA REVOLUCIÓN CULTURAL

La apoteosis del Homo americanus II

Alfonso Hernández
Muñeco que repite las frases célebres del magnate en el programa El Aprendíz. Tomado de bbc.com

La adoración del becerro de oro

Podría afirmarse que el triunfo electoral de Donald Trump había comenzado a incubarse desde hace mucho tiempo, desde antes incluso de que el hoy ocupante de la Casa Blanca hubiera decidido participar activamente en política. El camino de un individuo de su índole se venía allanando a causa de ese culto a la riqueza que enfebrece a sectores muy amplios de la población de los Estados Unidos. Varias tendencias, algunas ya de muy vieja data, se conjuntaron para producir el vuelco cultural y político consistente en que un hombre por el hecho mismo de ser millonario adquiriera una ventaja sobre sus contrincantes, más fogueados en las faenas electorales y de gobierno, sobre los personajes reconocidos como líderes de estas esferas de actividad. 

Desde los comienzos del siglo anterior, la búsqueda incesante del capital por obtener mayor provecho de los asalariados había conseguido aumentar la capacidad productiva de las industrias mediante el control riguroso y la disminución de los tiempos empleados por los obreros en cada operación, cuyo pionero fue Taylor, y, luego, a causa de las innovaciones en la cadena de montaje, conocidas como el fordismo (Coriat, 2003). Tales incrementos requirieron que los grandes negocios concentraran buena parte de su atención en la manera de comercializar sus productos para lograr que las gentes consumieran a un ritmo mayor del que exigía la satisfacción de las necesidades y que las ventas no se rezagaran demasiado frente a la capacidad productiva. En respuesta a ese apremio del capital, tomaron fuerza la venta a plazos, el crédito para el consumidor y, primordialmente, la propaganda, que se utilizó también con fines bélicos. A la propaganda luego se le denominó relaciones públicas, publicidad o marketing. Como quiera que se le denomine, su caracterización es la misma:

La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática… Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país (…).

Son palabras de un pionero del marketing, Edward Bernays, quien trabajó para el gobierno norteamericano y para varias compañías, como American Tobacco, empresa para la que logró que las mujeres comenzaran a fumar presentándoles este acto como un símbolo de independencia y de carácter fuerte. Lanzó el eslogan: “mujeres encendiendo antorchas de libertad”, que acompañaba a cada imagen de muchachas hermosas que se deleitaban con un cigarrillo. También señaló que:“El propagandista, aprovechándose de un viejo cliché o manipulando uno de nuevo cuño, puede dirigir a veces una masa completa de emociones colectivas (…)”. (Bernays, 2008) Bernays nos obsequió, pues, una definición del gobierno democrático capitalista y una muy clara caracterización del mangoneo que las grandes compañías hacen de las emociones de las masas. En dicho campo se han sucedido muchos desarrollos que refinan y hacen más eficaces tales manejos.

Por su parte, Paul Mazer, de Lehman Brothers, afirmó que: "La gente debe ser entrenada para desear nuevas cosas antes incluso de que las viejas hayan sido enteramente consumidas. Los deseos de los hombres deben eclipsar sus necesidades" (García del Valle). Había comenzado, pues, el periodo del consumismo, que habría de tomar gran auge en la sociedad norteamericana y que hoy tiene un peso enorme en sus costumbres.
El penthouse de la Torre Trump es una muestra de la ostentación de este personaje. Tomado de celebritynetworth.com

También lo tienen las celebridades. En todas las épocas ha habido individuos que alcanzan fama y reputación, algunos han llegado incluso a ser idolatrados por sus hazañas en el arte, la ciencia, la guerra, la política. George Washington o Simón Bolívar, por ejemplo, ganaron reconocimiento y admiración a causa de su batallar por la independencia de sus pueblos; Lenin, por haber dirigido la primera revolución proletaria triunfante; Stalin, aún hoy recordado con cariño por el pueblo ruso, por haber conducido la construcción del socialismo, liderado la guerra contra la Alemania hitleriana y convertido a la URSS en una nación industrializada y próspera. Muchos otros casos se pueden mencionar, como el de Gandhi o Nelson Mandela. En el otro extremo figuran personajes como Hitler, adorado por las turbas nazis. También podríamos mencionar a numerosos artistas, poetas, cantantes, pintores que han cosechado la adoración de las masas. Todos ellos, no importa cuál sea su campo de actividad o su tendencia ideológica, son reflejo de los valores de la sociedad y constituyen modelos de conducta para ella. Pero la aparición del cine y, luego, de la televisión determinó lo que podríamos denominar la fábrica de las celebridades (Busquet Duran, 2012) (https://goo.gl/FDYkUm). Entre los productos de esa factoría han predominado las gentes del espectáculo, aunque también han figurado talentos como Albert Einstein y Charles Chaplin, cuyos méritos sobra enumerar en estas líneas. Donald Trump, ya antes de ser candidato, era toda una celebridad a causa de su ostentación de riqueza, su egocentrismo exacerbado, su narcisismo infantil, su actividad desaforada en las columnas de chismes en la prensa hablada y escrita, sus negocios y negociados, sus aires de patrón que despide a trabajadores a diestra y siniestra. Si en la personalidad de Martin Luther King se transparenta una comunidad negra dispuesta a poner fin a la discriminación y se trasmiten enseñanzas como la fraternidad entre las razas, el coraje y el espíritu de sacrificio, en la fama de Donald Trump se refleja una sociedad codiciosa, que no reconoce mérito sino a los objetos que posee cada individuo, que encuentra en los ricachos desalmados a los santos de su devoción: es la sociedad de la adoración del becerro de oro[1] .
El reality show

Uno de los puntales de Trump para consolidar su fama fue El aprendiz, programa de televisión cuya idea original provino del ciudadano inglés Mark Burnett, cuando estaba rodando la serie televisiva Sobreviviente en las selvas del Amazonas; ambos seriados hacen parte de lo que se conoce como reality show, en el cual figura la gente común, no actores profesionales, y que carece o solo incluye un mínimo de ensayos y de libreto. El primer reality show lo produjo Allen Funt, a finales de los años de 1940; buscaba explotar circunstancias divertidas de personas que no estaban conscientes de estar siendo grabadas y a las cuales les decía: “sonría, estás frente a Candid Camera”. No pretendió Funt humillar ni ofender, sino difundir situaciones inusuales en las que la gente se reía de sí misma (O'Brien).

Tal género televisivo, sin llegar a desaparecer, tampoco proliferó en el horario estelar de la pantalla chica, excepción hecha de COPs (policías), America’s Funniest Home Videos (Los videos caseros americanos más divertidos) y Real World (Mundo real), en MTV, en 1991, que dotó al género de las principales características que lo harían tan popular.

Los realities se impulsaron como una forma de responder a las exigencias salariales de los gremios de libretistas y de los actores; como no se basan en guiones, se puede prescindir de los escritores sindicalizados. A los artistas se les pudo reemplazar en buena parte por aficionados deseosos de trabajar gratuitamente. Aparte de reducir los sueldos, las programadoras de televisión se protegieron de las protestas y de las movilizaciones de esos profesionales. Mucho peor, los realities explotan el trabajo infantil, y tratan de borrar la relación laboral de este tipo de programas.

Y fue, precisamente, Sobreviviente, que llegó a tener una audiencia de másdecincuenta millones de estadounidenses, el que dio un nuevo y poderoso impulso a los realities. La gracia inofensiva de la serie de Funt había quedado en el pasado: Burnett buscaba enfrentar agresivamente a los participantes, crear un ambiente en el que solo sobreviven los más fuertes y en el que los ganadores se alzan con todo. La competencia entre las cadenas de televisión y con los operadores por cable se agudizaba; cualquier descenso en las cifras de la audiencia se reflejaba en una disminución de ingresos por concepto de publicidad: era imperativo excitar a la teleaudiencia, cautivarla e incrementarla acudiendo a todas las formas conocidas de manipulación, y diseñar unas nuevas. Con el tiempo se desarrollaron diferentes subgéneros de realities que, a pesar de sus diferencias, se caracterizan por un muy marcado y abierto carácter comercial, que se conjunta con el entretenimiento popular y la proclamación de ser “real”. Se dice que sus personajes son auténticos, lo mismo que las situaciones. (Murray & Oullette, 2009) Desde luego, tanto la selección cuidadosa de los participantes y de los escenarios como del tipo de acciones a las que se les empuja marcan el mensaje, la orientación ideológica que se quiere orquestar con el ropaje de lo real. El reality, como su nombre lo anuncia, es supuestamente el género más real del más real de los medios de comunicación: la televisión. 

Sobreviviente ofrecía un premio de un millón de dólares al ganador, premio que obtuvo Richard Hatch. En los minutos finales la teleaudiencia había aumentado a 58 millones. Al parecer el atractivo de este tipo de programas consiste en que a la gente le gusta ver personas como ellas mismas en la pantalla chica. (La Nación, 2000). Aparte de quienes vieron el último capítulo en la casa —45 por ciento de los hogares norteamericanos que tuvieron el televisor encendido entre las 20 y las 22 horas de ese día, sintonizaron Sobreviviente— el parque temático de Universal Studios, en Los Angeles, exhibió la emisión en pantalla gigante (Ibid). No sólo eso. El programa era motivo de conversaciones animadas y de discusiones en las cafeterías y en los sitios de trabajo.

Desde luego, se usaron técnicas muy refinadas para cautivar a la audiencia. Leslie Moonves, presidente de CBS Television, declaró que la propuesta tuvo tal efecto "porque es una aventura, un juego con show y porque es una gran soap opera (una telenovela)" (Ibid.).

Los aspirantes fueron cuidadosamente seleccionados para que por sus características personales, sus biografías y su audacia pudieran convertirse en personajes que parecieran de novela. Paradójico que la fantasía apunta a convencernos de su realidad, mientras que lo “real” procura semejar la novela (Nación, Ibid.). Paradoja que encuentra su razón de ser porque con las fantasías se sugestiona a las gentes con modelos ideales a los que deben odiar o imitar, mientras que lo “real” parte de lo que la persona vive y la incita a alcanzar el sueño que se le ofrece. 

Burnett destacó que, tal como se esperaba, la estructura del juego había generado alianzas tácticas entre los participantes que, oportunamente, debieron traicionarlas porque era uno solo el que podía alzarse con el botín. "Simplemente parece una reacción muy normal en la dinámica de un grupo. Eso sucede todos los días, en su trabajo y en el mío" (Nación, ibid.).

El elogio a la traición a aquellos con quienes se han compartido trabajos y dificultades, penas y alegrías, para sacar adelante el interés egoísta, fue una de las enseñanzas, ampliamente divulgadas y dramatizadas por Sobreviviente. Es —subrayemos—, en palabras de Burnett, “una reacción muy normal en la dinámica de grupo”. El nombre mismo del programa anuncia que uno solo habrá de subsistir, los demás tienen que perecer. Es la interpretación tergiversada, interesada y burda que se hace de la teoría de Darwin cuando se le impone a la vida social.

Sobreviviente es la expresión y la alabanza de una sociedad que ha elevado la competencia más desalmada entre los seres humanos a una de sus más grandes virtudes. La colectividad sólo le sirve al individuo para que enfrente los retos que no puede superar él solo; luego, ha de ser traicionada, desechada, subastada; el esfuerzo de todos se convierte en utilidad de uno solo. Es la lógica de los bandidos consagrada como el summum de la ética. Toda acción, por despreciable que sea, está justificada y constituye una hazaña, una prueba de inteligencia, si se lleva a cabo para conseguir dólares. El espíritu capitalista en su más pura considera que el individuo sagaz se eleva pisoteando a la masa de estúpidos. El formato del programa, que se presenta como espontáneo porque no hay libreto, obliga a los participantes y a la audiencia a entrar en la carrera de la zancadilla a los hermanos; al reality se le impone la concepción de quienes lo diseñan; a gentes que quizás eran ajenas a la codicia se les inculca el endiosamiento de la riqueza; la emocionante competencia por la retribución esperada anula el razonamiento o lo subordina; la cifra millonaria retumba en la conciencias, desata los apetitos, se adueña de los seres. El sistema límbico —cerebro del mamífero— ha sido sobrestimulado; lo racional se opaca. La multitud se enardece, comenta en las calles y en los bares. El desprecio a los pobres toma fuerza. Con la lógica de Sobreviviente se analiza la vida social, así la explotación inicua a los obreros solo es prueba de la gran sabiduría capitalista, también lo son la estafa en la bolsa de valores, el fraude con planes de vivienda y demás. Es ¡lo normal en la dinámica de grupo! Es la apoteosis del Homo americanus: todo aquello que Trump encarna y proclama. 

Los dueños de CBS recogían gozosos los dividendos que les dejaba el comportamiento de manada que habían logrado provocar: por cada treinta segundos de publicidad se embolsillaban seiscientos mil dólares durante la emisión del último capítulo, en tanto que el premio de la serie fue de un millón. Adicionalmente, el programa "les demostró a los ejecutivos de las cadenas de televisión que todavía pueden permanecer en el negocio y alcanzar audiencias verdaderamente masivas", a pesar de la competencia con otras tecnologías que pretenden restarle audiencias. Han encontrado una salida a esa disputa en lo que denominan el event programming, orientado a hacer pensar a los espectadores que un programa determinado es “imperdible” y será objeto del comentario general (Nación, op. cit.). El espectáculo es de masas, atrae a casi toda la población, pero en vez de fortalecer los vínculos entre sus miembros, los atomiza, exacerba los egoísmos. A todos los excita el mismo apetito, no obstante, para satisfacerlo han de atacarse los unos a los otros. La cooperación y la solidaridad son pasajeras y en ellas anida la perfidia; perdura únicamente la ambición.

El aprendiz

Cuenta Burnett que la idea de El aprendiz le vino a la cabeza cuando estaba en el Amazonas viendo a un montón de hormigas que devoraraban un cadáver. Este cuadro quizás se le antojó similar a la sociedad humana. Decidió, pues, y aprovechando el éxito de Sobreviviente, dejar la jungla verde y encaminarse a la de cemento: Manhattan (O’Brien, op. cit.).


¡Estás despedido! era la frase que arrogante pronunciaba Trump en el reality El Aprendiz. Tomado de univision.com

Emitido a partir de 2004, El aprendiz demostró de nuevo la destreza de Burnett para disparar la ansiedad de la teleaudiencia; igualmente, su comprensión sobre qué tipo de personalidades cautiva la imaginación de los estadounidenses (O’Brien, op. cit.). Burnett dijo que siempre había querido hacer un programa sobre los empresarios y que solo necesitaría un grupo de aspirantes a capitalistas, pues ya había escogido al magnate que encarnara las cualidades feroces requeridas para medrar en ese ambiente, el cual haría de jefe, Donald Trump, de quien había leído The Art of the Deal (El arte de la negociación); el libro lo había convencido de que este era un hombre común, que con esfuerzo había acumulado su fortuna, que hablaba con franqueza, siempre atacaba el establecimiento, adoraba los negocios y hablar de ellos sin parar (Ibid.). Trump, siempre tan sediento de celebridad, aceptó inmediatamente. Cuando lo hizo, le dijo a Burnett que la verdadera selva es Manhattan, Nueva York, en donde hay más serpientes y muchas otras alimañas “que te pueden matar en cualquier momento, es peor que cualquier otra selva” (Burnett).

En palabras de Burnett, El aprendiz es un reino, con su castillo y su trono; Trump, el rey, quien pronuncia la sentencia: ¡te decapito! —Burnett encuentra magnética esta expresión—. Mientras, los concursantes se desviven por aplazar su propio desenlace y encuentran alivio en el despido de otros; la suerte de estos es impredecible, lo que aporta dramatismo y suspenso en un escenario con todos los visos de realidad: una oficina y el desempeño de un empleo.

Como por esa época Trump estaba en serios apuros financieros, fue necesario redecorar las instalaciones y darle a todo un toque de lujo mayor del que realmente había. En verdad, Trump Hotel & Casino Resorts entró en bancarrota en noviembre de 2004 al tiempo que se rodaba la segunda temporada de El aprendiz, entre septiembre y diciembre del mismo año. Esto es muestra fehaciente de cómo son las “realidades” del reality.

La primera temporada (The apprentice, intro season 1, Donald Trump) arrancó con un estilo de telenovela: Trump aparece en su limusina, dándose bombo como el más grande desarrollador de bienes inmobiliarios de Nueva York. Agrega que posee edificios por doquier, agencias de modelaje, concursos de belleza, casinos, campos de golf, resortscomo Mar-a-Lago, “el más espectacular del mundo”. A medida que enumera sus riquezas, la cámara va mostrando cada una de ellas, con rimbombancia para infundir admiración y codicia en la mente de la teleaudiencia. Anota el magnate que no siempre fue así, que pasó por momentos de graves dificultades y estuvo hundido en montones de deuda; pero que luchó, y ganó. Con petulancia, dice que usó su cerebro, sus habilidades de negociador y logró que su compañía creciera más que nunca antes, y que ahora se está gozando la vida en grande. Es el mártir rescatado de las llamas porque ha asumido riesgos, ha tenido valor, inteligencia, creatividad; su codicia, su afán de obtener ganancias, el egoísmo y la trampa quedan consagradas como virtudes morales, son las recompensas, no celestiales, sino terrenales, al coraje con el que enfrentó las tribulaciones pasadas. Es el mismo himno que entona Gordon Gekko en la película Wall Street, de Oliver Stone: la rapacidad es correcta, es la cima de la evolución del espíritu. Gekko, recién salido de la cárcel por sus fechorías financieras, también escribe libros, dicta conferencias y es aclamado en los grandes salones, aulas y en los medios de comunicación. El criminal de cuello blanco es el nuevo ídolo de multitudes.

Tales ínfulas de potentado que eran propias de los nuevos ricos, de los pablo escobar, hoy ganan popularidad y aprobación, y nos permiten colegir qué demonios campean en el alma de los Estados Unidos.

Aparte del recorrido por sus tesoros, Trump dice que Nueva York es un lugar muy difícil y que, si usted se descuida, puede terminar aplastado, —momento en el que la cámara se dirige a un indigente que duerme sobre un banco de cemento, arropado con harapos—. El mensaje no pude ser más explícito: la pobreza es hija de la indolencia o de la estupidez; la cámara no nos dice nada del pretérito de ese ser desdichado, de qué condiciones sociales lo arrojaron a ese estado oprobioso, pero la voz de Trump lo condena, sin indagaciones y sin atenuantes.

Afirma Trump que quiere generosamente compartir la fórmula de su éxito con los que tengan la voluntad de convertirse en sus aprendices. Enseguida, su helicóptero despega y Donald, autosatisfecho, agita la mano derecha hacia la Gran Manzana, que va quedando abajo y cuyos peatones comienzan a parecer seres insignificantes.

Después, de pie en el piso de la bolsa de valores, lo primero que les ordenó a los concursantes de El aprendiz consistió en vender limonada, tarea que estos consideraron pedestre para un curso de magnates. Sin embargo, discutieron y descubrieron el potencial del negocio, el cual estribaba en recurrir a los niños, quienes harían que sus madres les compraran la bebida. Lección de validez muy general: utilizar a los infantes cautivando su imaginación para hacerse al dinero de los padres de familia. Pero otras dificultades persistían, pues los hombres no podían vender el producto; en cambio, el equipo femenino insinuando sus atractivos, dándoles su número de celular a los hombres o un beso en la mejilla logró vender muchos vasos de refresco. Había que sembrar la ilusión entre los varones de que más que a limonada se estaban haciendo a otro producto más excitante. Con aires de suficiencia, Donald aleccionó: las mujeres han comprobado que el sexo vende. La enseñanza no es nueva, puesto que la publicidad capitalista siempre ha sugerido que la mujer es una mercancía. Los mensajes son: cómprese un automóvil o una gaseosa y llévese una hembra placentera totalmente gratis. Lo que ha tomado más fuerza en estas épocas de “empoderamiento” femenino. Los menores de edad y las mujeres no son nada distinto, entonces, que los instrumentos predilectos de las manipulaciones de los mercaderes, los mismos que se pavonean como campeones de los derechos humanos. 

Para premiar a las ganadoras de la competencia en la venta de limonada, Donald las llevó a la Torre Trump y las guio por los pasillos y salas opulentas y les aseguró que si llegaban a ser exitosas en los negocios podrían vivir como él.

El programa-adiestramiento continuó con ventas de arte, de agua embotellada, promociones de casinos, mercados de las pulgas, campañas publicitarias y remates. Varios de los concursantes llegaron a ser algo famosos, y Oprah Winfrey, otra celebridad, encabezó una retrospectiva con Trump y sus subalternos. Las intrigas de estilo cortesano cautivaron también a grupos de televidentes educados en las universidades y a personas adineradas al igual que a damas que se ganaron la adoración de los publicistas. Sin embargo, no faltaron las acusaciones de racismo entre los concursantes excluidos. Las emisiones estimularon momentáneamente algunos negocios, como el de los bici taxis, pues en la primera temporada hubo una recolección de dinero para una competencia de estos vehículos; en la segunda, la rivalidad tenía que ver con la promoción del helado Ciao Bella, cuya página web saltó de doce mil visitantes a un millón, y al día siguiente de que se transmitiera el capítulo de El aprendiz, antes de mediodía, los trece establecimientos de esafirma habían vendido todo su producto. Las distintas enseñanzas se discutían en las carreras de negocios y finanzas de diversas instituciones de educación superior.

En la junta directiva y como coinquisidores acompañaron a Trump George Ross, un inversionista de setenta y seis años de edad, socio de Trump, y Carolyn Kepcher, de treinta y cinco, y quien le administraba dos de sus campos de golf; este par de personajes contrapesaban un tanto el carácter de sargento disciplinario que exhibía Trump.

Las reuniones de junta directiva —dice Warnock, uno de los últimos concursantes de la primera serie— eran brutales, pero él las soportaba porque se le parecían a lo que todos enfrentamos en la vida: un empleo y un jefe. El ganador de la primera temporada fue el empresario Bill Rancic, que, como premio, fue contratado por la organización de Trump con un salario superior a los USD 250.000, los cuales no fueron sufragados por el actual presidente ni por su empresa, sino por la publicidad, que costaba USD 287.000 por treinta segundos. En la segunda temporada el costo de esta se incrementó a USD 431.000.

Entre septiembre y noviembre CBS recogió ciento seis millones de dólares por concepto de publicidad, y El aprendizatrajo a más de dieciséis millones de televidentes y le dio a Trump un renovado prestigio de gran empresario, de gurú de los negocios.

La frase arrogante you are fire!, ¡estás despedido!, se hizo famosa porque era la que Trump utilizaba con delectación para echar del programa a los perdedores de cada semana.

Se ha afirmado que El aprendiz fue el reality que más a fondo llevó el culto a las concepciones de los acaudalados, el que más abrió campo a esos intereses (Grazian, 2010). Se hizo cargo de endiosar a los ejecutivos capitalistas precisamente en la misma época en que estallaban distintos escándalos empresariales que pusieron al desnudo el robo a las compañías, a los accionistas y a los trabajadores por parte de los presidentes, gerentes y demás altos directivos. La primera temporada se inició en enero de 2004, cuando aún estaba fresca la quiebra de la energética Enron,[2] (La Vanguardia, 2016) (https://goo.gl/azhhSR) y la décimosegunda concluyó en mayo de 2012. En el entretanto se habían dado las bancarrotas de WorldCom, Lehman Brothers, las automotrices y la crisis del subprime (Hernández, Qué enseña la crisis actual, 2009) (https://goo.gl/DjCC6B). Estados Unidos se sumió en una recesión que afectó a varios países del mundo, y de la cual derivó el despojo de las viviendas a miles de estadounidenses, de los ahorros y pensiones a otros tantos trabajadores y a pequeños inversionistas, quienes no encontraron alivio ni en el gobierno de Bush ni en el de Obama. Todas esas bancarrotas evidenciaron cómo los altos ejecutivos habían trampeado las cuentas para inflar las utilidades, y para recompensarse por su “excelente gestión”, se habían asignado sueldos y bonificaciones multimillonarias, habían mantenido artificialmente altos los precios de las acciones, de las cuales se deshicieron antes de que cayeran empujadas por la evidencia de los trucos. En estas estafas, las grandes corporaciones contaron con la complicidad del gobierno y de las firmas auditoras y calificadoras de riesgo. Es más, los gabinetes de los diversos gobiernos se colmaron de ejecutivos empresariales, y a las universidades les correspondió el triste papel de teorizar sobre la importancia de las hazañas de la gerencia innovadora y de las maniobras financieras en la época de la globalización, privatización y desregulación. Todas estas fechorías mostraron los verdaderos colores con los que está pintado el cuadro de la responsabilidad social empresarial y de la transparencia, con los que se ha venido adornando el capitalismo. Al final, Bush y Obama desembolsaron sumas billonarias del presupuesto público para sacar a los grandes bancos y a las automotrices de la bancarrota. Los dineros oficiales que se escatimaban a la seguridad social, se prodigaron a los multimillonarios; a la vez que se proclamaba que el Estado no podía hacer de niñera de las madres solteras y desempleadas, el erario amamantaba a los magnates. 

Nada importó. El aprendiz presentó al ejecutivo Donald Trump —cerebro también de unas cuantas estafas, como lo explicamos en el artículo anterior (Hernández, Notas Obreras, 2017) (https://goo.gl/gSh5eL)— como un genio; Él juzga y decide, su veredicto es inapelable; Él es quien todo lo sabe y el poseedor del criterio para distinguir el bien del mal, el acierto del error. Él nunca es juzgado, sería un sacrilegio. Él anatematiza a los aspirantes con palabras como estúpido e incompetente. Se parte de una premisa: los defectos y las falencias morales, los vicios son de los asalariados, no de los caballeros de industria (¡En qué época!).

Los oficinistas, obreros y aspirantes a un empleo escuchan con pavor: estás despedido; la sentencia restalla en toda la nación porque se continúa viviendo un largo periodo de destituciones masivas, de reducciones de planta, de traslados de instalaciones industriales a otros países, de disminución de los salarios. Cada episodio de El aprendiz finaliza con un nuevo concursante echado a la calles de manera oprobiosa. Y el nuevo episodio traerá más de lo mismo. El realityconstituye una alabanza al enseñoramiento del capital sobre el trabajo; contribuye a sembrar el pánico y el servilismo entre las gentes laboriosas. “El interés individual de los aspirantes al empleo pasa por encima de cualquier lealtad, excepto la que se tiene por el jefe” (Grazian, op. cit.). Es muy diciente que una de las más grandes tragedias de la vida de un trabajador en el capitalismo, y en particular en los Estados Unidos en esta época, su lucha feroz contra otros muchos asalariados por conseguir un puesto, su pavor ante la posible desocupación, se convierta en pasatiempo de masas. Como en Sobreviviente, en El aprendiz el ganador se alza con todo; se exalta así el egoísmo, el despojo, la mentalidad de acapararlo todo; en una palabra, la concepción y las maneras de ser burguesas. Cada uno de los despedidos del programa lo es por sus propios errores, tonterías, vicios. La conclusión es que si en la sociedad más rica del mundo y en las demás naciones prolifera la pobreza es a causa de la indolencia, irresponsabilidad o adicción de los desposeídos, los cuales merecen su suerte.

Tal tipo de culto a Don Dinero no ha sido exclusivo de El aprendiz. En otros reality shows los jóvenes compiten por la “oportunidad” de ser “artistas” sin sueldo o servir a una celebridad, de convertirse en trabajadores explotados. La teleaudiencia puede participar votando para escoger a los ganadores, o a los perdedores, de tal manera que se hace cómplice, así sea de manera inicialmente virtual, de la condena al hambre a muchos y de la exaltación al poder y la riqueza a pocos. Hay incluso algunos programas sobre la pérdida de peso en los que, de manera invariable, se acusa a la víctima por sus problemas de salud y bienestar. Nunca se reclama la responsabilidad del Estado ni de los anunciantes de alimentos nocivos, jamás se invocan las soluciones colectivas; siempre la víctima es la culpable. (Grazian, op. cit.). Los pobres, unos pocos de ellos, si acaso, son objeto de la caridad de los ricos, siempre y cuando se esmeren por merecerla, como en el reality. 

El éxito meteórico de estos define la cultura pop de la última década; en el año 2000 Quién quiere ser millonario y Sobreviviente los catapultaron como la tendencia predominante del entretenimiento en los Estados Unidos y casi igualaron a la teleaudiencia de los super bowls, partido final del campeonato de fútbol americano. Ya en el 2001 se establecieron los premios de la academia de televisión de artes y ciencias a los realities. Desde luego, una de las características de ellos es que falsean la realidad, la otra es su pobreza de contenido y su intento de capturar el más bajo común denominador de las audiencias con mentalidad de adolescentes (Grazian, op. cit.).

Se puede concluir que ideológicamente los realities expresan y profundizan el pensamiento neoliberal de la escuela de Chicago, cuyas orientaciones fueron llevadas a cabo en primer lugar por Ronald Reagan y por los sucesivos presidentes después de él, en lo que ha constituido el consenso bipartidista de republicanos y demócratas. Se ha alabado el libre comercio, la desregulación de la industria, el debilitamiento de las organizaciones sindicales, el despojo de las mínimas condiciones de bienestar que proveía el Estado, y se le ha dado pábulo a la privatización.

Se ha afirmado que el neoliberalismo es un capitalismo desalmado; en nuestra opinión, no es otra cosa que el alma del capitalismo. La tendencia general de este consiste en la acumulación de la riqueza en pocas manos, en el monopolio, y en el despojo y la explotación inmisericordes de las mayorías. Esto constituye una verdadera ley de su desarrollo, como lo demostró Marx hace más de un siglo. Ha habido momentos en que se trata de lentificar ese proceso, de hacer menos brutales algunas de sus consecuencias, como en el llamado Estado de Bienestar, pero ello ha ocurrido solo a causa de una enorme resistencia obrera en el interior de los países capitalistas y del triunfo de revoluciones proletarias, como la soviética o la china.

Consumismo

Hemos señalado que el consumismo, rasgo clave de la sociedad norteamericana actual, ha exacerbado el comportamiento egoísta y la superficialidad, lo cual tuvo que ver con el triunfo de Donald Trump. Veamos, pues, algunas de las características del consumismo. En este asunto se puede ver con toda claridad el choque de los intereses de los oligopolistas con los del conjunto de la sociedad. Los primeros están obsesionados por aumentar sus ganancias mediante el aceleramiento del ciclo Dinero-mercancía-dinero incrementado (Marx, 1973), propio del capitalismo[3]. La mayor necesidad del capital acumulado consiste en hallar dónde invertirse lucrativamente, para evitar que se petrifique como tesoro y se desvalorice. El Estado le aporta contrayendo deudas, mediante la venta de bonos o empréstitos directos, o contratando la ejecución de obras y servicios también llevando a cabo aventuras bélicas. Pero el consumo tiene una parte fundamental para apresurar ese ciclo que permite realizar la plusvalía; y a causa de la incrementada capacidad productiva, los capitalistas requieren reducir la duración del producto, hacerlo efímero con la obsolescencia programada, la carencia de repuestos o infundiendo en la gente el afán de adquirir la última versión de cada objeto y hacerse a numerosos ejemplares de los mismos. Consumir más allá de lo que las necesidades requieren. Consumir, no para alimentar el cuerpo o nutrir el espíritu, sino para colmar los cofres de las empresas y mantener aceitados los engranajes del sistema capitalista. Consumir para calmar, para saciar la insaciable necesidad de…consumir. Esta compulsión de gasto se presenta como favorable a las personas, pero bastaría con ver las estadísticas del aumento de enfermedades como la diabetes o la obesidad para entender que el propio individuo, supuesto soberano del mercado, es víctima de la voracidad de ganancias de los acaudalados.
Altos índices de obesidad y diabetes son algunas de las consecuencias del consumismo en los Estados Unidos. Tomado de bsnews.info

En los Estados Unidos casi el 70 % del producto interno bruto, PIB, depende del consumo (Banco Mundial) (https://goo.gl/NK32iS), una porción importante del cual no cubre necesidades esenciales; por el contrario, el gasto en atender las carencias de los pobres se reduce porque no rinde utilidades, ya que les substrae a los mercados una parte de la población. Al privatizar, se convierte en consumo individual lo que era gasto público, constituyéndose así en otra forma de valorizar los capitales. Si los consumidores apaciguan su furia adquisitiva, la economía cae; o sea, los magnates no tienen cómo acrecentar sus caudales, no encuentran dónde invertir, por ello se establecen indicadores de la confianza del consumidor: es decir, de su voluntad de endeudarse para consumir; es la razón por la cual no se estimula el ahorro sino el endeudamiento, por ello esta es, como lo señaló Bauman, una sociedad de tarjetas de crédito, no de libretas de ahorro (Bauman, op. cit.).

De ahí deriva, en primer lugar, la importancia de la publicidad, en ser capaz de estimular las ventas; para lograr ese objetivo fomenta un individualismo que solo alcanza su realización en el consumo: si la persona no adquiere, si no posee, no es nadie, no es nada. Para exaltarse, el individuo termina adorando las cosas; al alcanzar el paroxismo de su devoción, su esfera celestial, se funde con su deidad: la mercancía. El hombre se hace cosa. De poseedor pasa a poseído. Como posesión, lleva en su frente y en su alma la marca de su dueño: puede ser un Mercedes Benz, un Renault; un Christian Dior, un McDonald’s o quizás… un paketón Detodito. La publicidad, entonces, en su búsqueda por dinamizar los negocios, terminó alterando la cultura toda, que se vulgarizó y trivializó. La ostentación de la riqueza se convirtió en la liturgia. El frío cálculo de los agiotistas fomentó la emoción chata de los consumidores (Barber, Consumed, 2007).

Como lo mencionamos arriba, el consumismo hunde sus raíces en las primeras décadas del siglo XX. Agreguemos que se acelera después de la II Guerra mundial, y su auge actual viene de los años ochenta, en la era del laizzes faire, que simbolizan Ronald Reagan y Margaret Thatcher, con un individualismo crudo, arrogante, y unas políticas destinadas a privatizar, desregular, liberar el comercio, flexibilizar las relaciones laborales; es decir, dar rienda suelta al gran capital y a su potencia imperialista, los Estados Unidos de América. Esta quiere hacerse al oro y al moro a cambio de prometerles a los pueblos obnubilados que si aplican al pie de la letra sus recetas alcanzarán el paraíso del consumo irrefrenable.

Los dueños del globo celebran como definitiva una victoria temporal sobre el socialismo, que había sido traicionado. El consumismo, parte esencial del pensamiento imperialista, de gran utilidad para adormecer la conciencia de las masas de los países desarrollados, se presenta también como un atractivo para las naciones pobres y para los países que pertenecieron a la órbita soviética. Como en las épocas del descubrimiento, la acometida de la recolonización viene no solo con armas letales sino con abalorios que obnubilan a las gentes.

Pero la mayor parte de estas no tiene ni para cubrir sus necesidades más acuciantes —el 11.5% de la población mundial controla el 60% del gasto de consumo—; para ellas gentes el alud de mensajes comerciales solo sirve para ahondar el pozo profundo de sus frustraciones. Cuanto menos se satisfacen las necesidades de las amplias mayorías, tanto más se requiere intensificar las ventas entre ese porcentaje minoritario de compradores. El capitalismo no solo no provee los bienes a los que los precisan, sino que fomenta una suerte de adicción entre quienes tienen capacidad de compra. La mano invisible del mercado, en vez de resolver los apremios sociales, vapulea a unos y atonta a otros. La economía funciona con un alto nivel de desperdicio: las minas y los bosques, los combustibles, la fuerza laboral, todo se dilapida, se contamina, se congestiona, para producir objetos cuya utilidad y atractivo se extingan lo más pronto posible. Tal vez nunca había sido más evidente la ineficiencia del mercado y la urgencia de planificar la economía.

Este hecho se pretende ocultar avivando el egocentrismo. La literatura que alaba el enriquecimiento prolifera; por ejemplo, Jonathan Hoenig titula una de sus obras La codicia es buena, guía del capitalista para invertir; Suze Orman, consejera de finanzas de televisión, escribió El coraje de ser rico: creando una vida de abundancia material y espiritual. Trump ha publicado una serie de libros con el mismo tema. Figuran entre ellos El arte de la negociación, Cómo hacerse rico, El toque de Midas, Piense como billonario.

Trump ha contribuído a la proliferación de la literatura que alaba el enriquecimiento y aviva el egocentrismo

También se crea el mito del “consumidor exigente”, para el cual el mercado provee la posibilidad de escoger libremente, y la libertad de expresar preferencias entre mercaderías se clasifica como el derecho superior, que hay que defender a toda costa. Este personaje celebra las visitas al mercado como manifestación de su sabiduría; se considera habilidoso, cultivado en ese arte. El que no tiene capacidad de elegir entre muchos productos es un pobre diablo y los artículos pierden atractivo si son adjudicados en vez de elegidos. Pero tal libertad es una quimera, puesto que son los gerentes los que deciden qué se ofrece. Si el socialismo ha exaltado la igualdad, el consumismo encumbra la diferencia con base en los artículos adquiridos (Bauman, op. cit.).

El delito pulula porque la sociedad de consumo lanza a la miseria a cada vez más seres, mientras que les muestra que si compran muchos productos serán completamente felices, respetados y amados. Muchos jóvenes desposeídos piensan que el delito les abre el camino para hacerse a los bienes indispensables y a los superfluos que su condición social les niega, y para lograr consideración en su entorno. En consecuencia, se deciden a hacerse a artículos tan promisorios por medio de la violencia. Y los millonarios delinquen porque la sed de riquezas y de ostentación no tiene límites: ganan mayor poder y estatus, así lo ha hecho Donald J. Trump. Como la causa se mantiene, su efecto no cesa: a cada campaña contra la corrupción la sigue un escándalo de desfalcos mayores.

La fiebre consumista mantiene a la sociedad en permanente aceleración: hay comida rápida, libros breves, gratificación instantánea. Todo aquello que tome tiempo, como la argumentación, la reflexión, el análisis detallado, las películas lentas se considera mamón (boring) (Barber, op. cit.). La rapidez va de la mano de la superficialidad, lo profundo provoca horror. Hay una especie de déficit de atención inducido por los medios. Se corre, se corre todo el tiempo, las más de las veces para ejecutar naderías; las horas que muchos malgastan enviando mensajes instantáneos de Whatsapp, o alimentando el ego subiendo selfies a Facebook bien pudieran emplearlas en escribir un poema, pintar un cuadro o en avanzar en un área del conocimiento. La rapidez es una vanidad de juventud que cunde en una sociedad que se niega a madurar cuando está envejeciendo. En donde debe desaparecer la prisa es en el centro comercial, en el shopping center y en los casinos, establecimientos que, casi sin excepción, carecen de relojes. Este ritmo alocado que le impone a la sociedad la mercancía efímera recae con brutalidad sobre el trabajador, quien debe laborar bajo el apremio del tic tac del segundero, prolongar las horas de fatigosa faena y arruinar su salud prematuramente para abultar sin pausa las utilidades de los potentados. La disciplina peor que cuartelaria a la que se ve sometido contrasta con el hedonismo en boga.

Adultos infantilizados y egocéntricos

El hedonismo, en el sentido de la búsqueda del placer inmediato, es la manera de ser más apropiada para la sociedad consumista. Se desea caprichosamente, sin importar las necesidades de otros. La publicidad se inclina a ofrecerle a la clientela, más que un producto, sensaciones y emociones, intensas e inmediatas, o herramientas para conjurar peligros y temores; todas ellas ligadas, muchas veces de manera misteriosa, a la compra de una mercancía. Se asegura que un desodorante hará rendir de excitación a una manada de hembras, o de machos, según el caso; la sonrisa fresca del dentífrico promete romances inolvidables. El automóvil de una marca determinada, un alto estatus y admiración general. El último adminículo electrónico nos dotará, sin esfuerzo y al instante, de inteligencia y comprensión. Un novísimo juego y un menjurje de laboratorio, que no han pasado por las pruebas de rigor, harán de los bebés de hoy los genios del futuro. El elíxir de la eterna juventud se ofrece por doquier en todas las presentaciones y con descuentos fabulosos, por medio del bisturí y de la crema. Es un mundo de charlatanes y milagreros que brindan soluciones fáciles a problemas difíciles. Las bolsas de valores o la lotería engatusan a quienes sueñan con hacerse ricos de la noche a la mañana. Como contrapartida indispensable, están quienes corren a hallar realidad a sus ilusiones aflojando sus carteras.

Hedonismo. Tomado de articulosmr.blogspot.com.co

Es importante tener en cuenta que la manufactura capitalista en un comienzo se centraba en el producto, que era genérico, no en la marca. Con el surgimiento de los monopolios tampoco había mucha necesidad de poner el énfasis en la diferenciación porque una firma fabricaba casi la totalidad de un artículo. Ya en los años veinte cobró relevancia la marca registrada, pero la publicidad seguía enfocándose en proveer información sobre los bienes; las compañías, como arma de competencia, ofrecían el artículo genérico y un beneficio añadido: mayor calidad, menor precio, servicio al cliente. Algunos nombres de empresas estaban casi indisolublemente ligados a sus mercancías, como Kodak a las cámaras o Bayer a la aspirina. No pretendían todavía despertar los deseos, sino suplir las necesidades. En esto último ha consistido el trabajo del branding, fabricar, más que artículos, apetitos. Procter & Gamble fue la primera empresa en lanzarse a la promoción de la marca por encima del producto. Ahora, las marcas han llegado a ser casi una religión, despiertan emociones, sentimientos, conexiones. Suelen llevar nombres de celebridades, como es el caso de Donald Trump, que nos permite explicar un poco el asunto.

En un momento determinado de su vida de negocios, Trump entendió que más que edificar conjuntos residenciales había de convertir su nombre en una marca bajo la cual se comercializaran todo tipo de mercaderías; además, de esa manera, en vez de invertir su dinero, cobraría regalías a quien usara su nombre. Por ejemplo, Ropa: “el último logro en la manufactura de vestidos, que merecen llevar el nombre Trump”; “los niños también querrán lucirlos”. Colonia para hombres: “Donald: la Fragancia, —que incluye en su fórmula el secreto de una planta exótica”—, empacada en cajas con la forma de rascacielos. “Estamos seguros de que los hombres de todas las edades quieren experimentar parte de la pasión de Trump por el gusto, el lujo y el poder”. Libros: “piensa como millonario. No es suficiente con desear serlo; tienes que saber cómo lograrlo”. “Se necesita cerebro para hacerse millonario; se requiere ser Trump para hacer miles de millones”. Y así con las muñecas Trump, las botellas de agua Trump, los casinos Trump, las torres Trump… Dicha marca ofrece no tanto esos objetos, sino la alucinación de ser como el magnate que les da su nombre. El de alguien que es el símbolo de Nueva York, ciudad capital de las finanzas, de la construcción y de las cadenas televisivas, negocios todos en los cuales el hoy presidente ha incursionado. Las gentes asistían a los lanzamientos de tales mercaderías y anhelaban ver a esa celebridad, escucharlo, quizás lograr un estrechón de manos. Así se crea una marca, se ofrecen sensaciones placenteras a cambio de dinero.

El hedonista, manera de ser del consumidor adicto, ansía la gratificación inmediata —el mercado le ofrece la ganga que hay que atrapar en el mismo instante, antes de que los precios suban o la mercancía se agote—, es un ser impulsivo que trata de huir del aburrimiento, mal muy común de las clases poseedoras, y hoy de las cuasiposeedoras; el mercado le brinda diversas vías de escape: casinos —de los cuales Donald Trump compró varios—, juegos y juguetes. El adulto se infantiliza, se troca mentalmente en adolescente. Barber (op. cit) confecciona dos términos para describir a este personaje, adultcent y kidult: adulto-adolescente y niño-adulto. El mercado planetario necesita homogenizar el gusto, y nada mejor que producir para estos seres que nunca terminan de madurar y para niños que se hacen adolescentes antes de tiempo. Regresión de los mayores y robo de la infancia: esa es la fórmula para confeccionar un mercado de alcance planetario capaz de vender ropas y alimentos, zapatillas y electrónicos por encima de las diferencias culturales o de edad [4].

El narcisismo desatado

El narcisismo y la infantilización van de la mano y son características propias del consumista, como lo ha señalado Barber. Recordemos, de paso, que Donald Trump, vástago y beneficiario de la televisión de la época del consumo frenético, tiene, entre los muchos productos de su marca, unos muñecos con su figura que pronuncian diecisiete de sus frases célebres; entre ellas figuran, por supuesto, estás despedido y la que viene al caso, “Tenga ego, no hay nada malo en tener ego” (O’Brien, op. cit.).

El consumidor es como un bebé, centro de su mundo; no entiende de complejidades ni de esfuerzos y dilaciones. Sus coordenadas son yo, hoy, aquí. Siempre despreocupado, fresco, eternamente cool. Un Peter Pan. Demuestra una ternura prepúber con emoticones y mascotas. Todo lo trivial para él cobra importancia; mira lo substancial con desdén. Donald Trump —el presidente de mentalidad más inmadura y el más afanado por llamar la atención con sus actos de adolescente malcriado— con frivolidad anuncia al mundo que lanzó misiles contra la nación siria, pero le parece relevante decir que lo hizo en el momento del postre, cuando se estaba comiendo la más deliciosa torta de chocolate que se haya conocido en toda la historia de la humanidad. Ese es su lenguaje; todo lo del narcisista es grandioso y digno de apoteosis. Así sea darle un empellón a un mandatario para salir en el primer plano de la fotografía o hacerle un desplante a la primera ministra alemana. Reconozcamos, eso sí, que hoy el narcisismo y, la consecuente búsqueda de fama, se ha democratizado, está en baratillo. Ahora cualquiera puede subir selfies a Facebook, conseguir likes y publicar la foto del postre, y gozar de sus segundos de celebridad. Desde luego, su hinchada será bastante menos numerosa que la de Trump; pero un personaje como este no hubiera llegado a tanto de no haber sido porque el consumismo ha engendrado una gran cantidad de trumpitos, es decir, el ethos ampliamente difundido en nuestra época [5].

En el desarrollo de esta manera de ser juega un papel definitivo la televisión, y los adultos emplean buena parte de su tiempo frente a ese aparato, entreteniéndose, rasgo también de su adolescencia perpetua. Al adulto infantilizado lo caracterizan comportamientos como: la prioridad que da al impulso sobre la reflexión; al sentimiento sobre la razón; al juego sobre el trabajo; a las imágenes sobre las palabras; a la gratificación instantánea sobre la satisfacción a largo plazo; al narcisismo sobre la sociabilidad. El ahora está por encima del pasado y del futuro. Lo fácil sobre lo difícil, y es más fácil ver televisión que leer; el lenguaje es simple y grosero; los deportes otra fuente de fanatismo, fábrica de celebridades, vehículo de ventas. Las competencias deportivas lo son entre marcas comerciales (Barber, op. cit.).

Por el contrario, la adultez se caracteriza por autocontención, la aceptación de la gratificación postergada, la habilidad para pensar conceptual y secuencialmente, la preocupación por la continuidad histórica y por el futuro, por el valor que se le reconoce a la razón.

Corrupción de los niños

Uno de los hechos que demuestran hasta qué punto el gran capital está interesado en manipular a la humanidad es la propaganda para infantes. Se trata de determinar desde la cuna que sean consumidores compulsivos. La inversión en anuncios comerciales para ellos, incluidos los bebés, fue de unos cien millones de dólares en el año de 1990; diez años más tarde el costo de esos anuncios se había multiplicado por veinte; llegó a dos mil millones de dólares (Barber, op. cit.). En el adoctrinamiento consumista de la infancia toman parte Hollywood, Disney, Warner Bros y otros. Sus logros han sido tales que en 2004, 33,5 millones de adolescentes entre 12 y 19 años de edad gastaban más de 169 mil millones de dólares al año; casi cien dólares semanales por muchacho. Uno de los objetivos consiste en abreviar la infancia, para “empoderarla” y que los niños sean “adultos libres” consumidores; a los padres se les hace creer que el cumplimiento de sus obligaciones pasa por complacer los caprichos consumistas que se les han infundido a los menores (Barber, op. cit.). No faltan los padres que cuando ven a su vástago de unos pocos años señalar el trajecillo que ha visto en la tele, piensen que sus maravillosos genes han dado vida a un ser de una precocidad y madurez que raya en lo genial. Los infantes, víctimas del marketing, sufren si ven que sus compañeros poseen un juego o un aparato que a ellos se les niega. Las escuelas se llenan de cacharros electrónicos y videojuegos. La educación cede terreno al entretenimiento, en lo que Barber denomina edutainment. La autonomía académica se deteriora en favor de los impulsos comerciales, y las cadenas televisivas llevan la propaganda a las clases como exigencia para facilitar la transmisión de tv educativa.Desde la cuna, a través de las marcas se manipula a los niños para convertirlos en consumidores compulsivos


Muy revelador es el hecho de que Bill Gates no les haya permitido a sus hijos tener teléfonos celulares antes de los catorce años de edad (Semana, 2017), mientras que (https://goo.gl/LPr9pR) para manipular a la mayoría de criaturas no hay escrúpulos: el Center for a New American Dream sostiene que: “bebés desde los seis meses pueden formarse la imagen de logos corporativos y de mascotas, y desarrollar lealtades a las marcas desde los dos años”. También se pretende separarlos del ambiente protector de los adultos para que se hagan esclavos de los publicistas; con ese propósito Warner Brothers, por ejemplo, ha puesto en funcionamiento boutiques “libres de adultos”. Además, los mercaderes se proponen desplazar los antiguos juguetes y remplazarlos por los electrónicos, más costosos. La Fundación de la Familia Kaiser encontró que más de la mitad de los niños menores de seis años han usado juegos de video (Barber, op. cit.).

La muerte de la ciudadanía

Lo ideología política de la privatización estimula el ethos comercialista infantil; proclama el poder del consumidor a cambio del poder del ciudadano. El consumista es vulnerable al control, a la manipulación y su capacidad de razonar sobre los asuntos públicos se altera; confunde la libertad con la escogencia de productos. Para él, es más importante lo que hace individualmente en el mall que lo que se puede llevar a cabo colectivamente en la plaza pública, en el sindicato, en el partido (Barber, op. cit.).

Cierto que la democracia capitalista siempre ha constituido un engaño para las mayorías, pero la poca que existía se basaba en el ejercicio de la ciudadanía. Vale decir, en la discusión del rumbo de los asuntos públicos: la provisión de los servicios sociales, la organización de las ciudades, la orientación económica y política del país; incluso de los asuntos internacionales. El consumidor se desentiende de la res publica, se ocupa, en cambio, de adquirir, de escoger de acuerdo con su presupuesto las mercancías que la remplazaron: una educación para sus hijos, un sistema de pensiones, una cobertura en salud. Si puede pagar por estos servicios, ya no le importa la suerte que corran las escuelas o universidades públicas o los hospitales; el transporte público lo tiene sin cuidado, considera que pagar impuestos destinados a ellos constituye un saqueo a su patrimonio. Que cada uno compre lo que necesita, como lo hace él, el exciudadano hoy consumidor. Incluso asume parte de su seguridad: eleva cercas electrizadas alrededor de su vivienda —erigir murallas tampoco es aberración exclusiva de Donald Trump, sino una de las pandemias de nuestro tiempo—, evita frecuentar las partes de la ciudad atestadas de populacho, y las urbes se dividen en guetos. El consumidor adinerado huye todo el tiempo de la comunidad, trata de aislarse, de zafarse de las consecuencias adversas que el régimen social hace brotar: pobreza, crimen, congestión, epidemias. Esta prisa por rodearse de vallas protectoras pone al desnudo otra de las grandes mentiras que se hacen circular: que vivimos en una sociedad abierta global, sin fronteras y sin talanqueras que el capitalismo de hoy está consolidando. Los intentos de nuestro huidizo consumidor son vanos, pues está atado por toda clase de vínculos a la comunidad. Nadie, por mucho dinero que tenga, puede eludir las secuelas del hundimiento de la sociedad en la desesperación. Es mejor cambiar el orden social que pretender enclaustrarse. Pero la ideología consumista tiene entre sus objetivos impedir la lucha de clases, embotar la conciencia de los trabajadores y de los sectores medios llevándolos a pensar que todo lo pueden resolver individualmente a través de las compras.

Algo semejante sucede con los llamados a salvar el planeta; como consumir es destruir (Bauman, 1999), toda la parla ambientalista es pura hipocresía porque el sistema se basa en que se boten los productos que todavía funcionan.

El debate a partir de ciertos principios o intereses más o menos compartidos, algo siempre precario en el régimen capitalista, se pierde. Constituye un lugar común atacar la ideología y definirse como persona pragmática, no fundamentalista; esto equivale a afirmar que, en vez de apoyar un cuerpo de ideas reflexionadas que han alcanzado la categoría de convicciones, se toman del ambiente retazos de pensamientos. El pragmático no hace nada distinto que plegarse a los dogmas de fe predominantes, sin someterlos a análisis; el ataque a la “ideología” constituye de por sí una actitud reaccionaria, un rendirse al estado de cosas. Así se facilita el reinado del lugar común, de lo que subliminal o paladinamente difunden los medios, la academia, los partidos, la costumbre, es decir, las clases dominantes. Como se puede ver, el “triunfo irreversible” de la democracia capitalista se consolida degradando a su elemento fundamental, el ciudadano.

Como ya lo hemos anotado, el consumidor es un factor disolvente de la vida social. Margaret Thatcher lo expresó con franqueza y claridad:

Hay quienes quieren endosarle sus problemas a la sociedad. Pero, usted lo sabe, no existe tal cosa llamada sociedad; solo existen individuos hombres y mujeres y las familias. Y el gobierno no puede hacer nada sino por medio de la gente; y esta tiene que cuidar primero de sí misma. Nuestro deber es cuidar de nosotros mismos y, luego, también de nuestros vecinos[6].

La relación dialéctica individuo-sociedad se decanta por el primero; a la segunda se le niega incluso la existencia, como si el individuo pudiera vivir fuera de ella, más aislado que Robinson Crusoe. Lo más lejos que permite ver esta miopía capitalista es al vecino del lado. Como en la televisión, el contexto se esfuma, las causas de los problemas comunes y las soluciones colectivas desaparecen. Lo que quedan son ejemplares mamíferos que solo ven de engullirse lo que encuentren a su paso, de marcar como propio todo el territorio a su alcance y de usar la fuerza en su propio beneficio. Sí, ¿pero el Derecho? A este le queda el encargo de consagrar en códigos y sentencias la posesión del botín.

El debate político degenera en altercado, en insultos; lo propio de la pobreza de pensamiento imperante y de un lenguaje televisivo que requiere captar rápidamente la atención de una teleaudiencia ávida de emociones y de unos programadores urgidos de pasar a comerciales. Ahí proliferan los trump y los uribes, cortos de ideas, pero prolíficos en frases de cajón, insultos y calumnias; palabras que son símbolos que dirigen a imágenes repetidas en los telediarios para causar pánico en la manada: “castro-chavista”, “terrorista”.

Los partidos predominantes, que se identifican en los fundamentos del ideario capitalista y de la agresión a las otras naciones, disputan acremente, fanatizando a sus seguidores con eslóganes. El dogmatismo religioso prolifera, el miedo al forastero, al negro, al latino, también. Sociedad tan apasionada como obtusa en la que la apariencia lo es todo, el contenido, nada.

En la política extranjera, como la tv propala la falsedad de que Estados Unidos anda de altruista resolviendo los problemas de otros países, la gente piensa que su gobierno favorece a los extranjeros y desdeña a su propio pueblo. Consecuentemente, brotó un clamor popular: que se resuelvan los problemas de aquí primero. Esto le abonó el terreno a la xenofobia, que hace rato se ha venido alimentando. Trump apeló a este sentimiento para imponerse a sus adversarios, quienes lo tildan de aislacionista, pero él lo que hizo fue escoger otra bandera gananciosa electoralmente, de acuerdo con el ambiente cultural y político que se ha estado fermentando en el interior de esa superpotencia.

La televisión y su uso en la sociedad consumista

Indudablemente, la televisión constituye un medio de comunicación de lo más influyente que se haya creado; no solo porque decenas de millones de personas emplean a diario horas enteras frente a la pantalla — los estadounidenses ven la televisión una media de cuatro horas y treinta y cinco minutos al día, noventa minutos más que la media mundial (Bauder, 2006)—, sino también porque sus programas llegan a las diferentes clases sociales y edades de la población a lo largo y ancho de la geografía y, últimamente, cadenas como CNN y Fox han alcanzado cobertura mundial.
La televisión es un poderoso instrumento de alienación usado para impulsar el consumo y embrutecer al pueblo. Tomado de ahlihipnotis.com

Tan poderoso instrumento está bajo el control de unos siete conglomerados, los cuales, además de la televisión abierta, son dueños de emisoras por cable, internet, radio y prensa. Pero su alcance es aún mayor debido a los intrincados cruces de intereses y de favores que establecen con otras firmas multinacionales y financistas, líderes políticos y militares. Se produce una alianza entre los funcionarios elegidos, los periodistas, los radiodifusores, los intelectuales, los tanques de pensamiento, (Cato Institute, Heritage Foundation, Hudson Institute) financiados por fundaciones que recolectan el dinero de los multimillonarios para consolidar lo que denominan el soft power, el poder blando. Esos mismos ricachos costean conferencias, seminarios, libros y a falsos voceros de la gente sencilla para crear una opinión favorable a las políticas monopólicas. Añádase que en los Estados Unidos la actividad pública en la radiodifusión es casi inexistente y las disposiciones regulatorias, más que lánguidas. 

La acogida de que goza la televisión entre el gran público es explicable por sus virtudes técnicas: la animan el movimiento, el color, el sonido; a diferencia del cine, se introduce en los hogares y se transmite ininterrumpidamente. Abarca noticias, entretenimiento, cultura y todos los temas imaginables.

Se considera el medio más fidedigno: sus cámaras están en condiciones de transmitir en directo, con un verismo tal que induce a pensar que se trata de la realidad misma; sus imágenes son tan vívidas y detalladas que casi hacen pensar que la palabra escrita se ha tornado innecesaria; su capacidad para informar, educar y entretener es indiscutible, pero dista de la certeza, perfección y completitud que se le atribuyen. Por el contrario, se presta a los artificios más elaborados y eficaces.

Esto es así porque la televisión exhibe decenas de cuadros por segundo que registran la superficie del acontecer, de lo inmediatamente visible a partir del ángulo escogido o impuesto al camarógrafo; su ámbito es el de lo particular, lo concreto y el presente; sus protagonistas, los individuos. Vive de la acción y se ve precisada a reducir los procesos prolongados a meros saltos; los contrastes la vigorizan mientras que la ambigüedad o lo matizado la debilitan. En lo que se refiere a las causas y efectos, a las intrincadas interrelaciones, al trasfondo de los sucesos, a lo general y abstracto, al pasado y al futuro, a lo colectivo, su excelencia se troca en torpeza y se ve forzada a someterse a la antiquísima y vilipendiada exposición verbal, a la que abrevia para asimilarla a su formato; en el extremo de esa síntesis acecha la frase de cajón, el eslogan. En todo caso, no alcanza jamás la profundidad a la que puede llegar la palabra escrita. Para llenar estos vacíos, recurre a los símbolos, como lo hacen la pintura o la poesía, pero la velocidad que la caracteriza y que le permite atrapar la atención es inapropiada para la observación parsimoniosa y la relectura fecundas a la que invitan estas artes. De nuevo, las emociones constituyen el punto fuerte de la pantalla chica; la reflexión —siempre tan lenta, tan inclinada a volver atrás una y otra vez—, aunque no le sea ajena por fuerza, tampoco es su elemento (Scheuer, 1999).

Ninguna de sus debilidades es insalvable si se toma la televisión como uno entre los medios que se complementan para informar, entretener e instruir. Pero sobredimensionar la función de la imagen a objeto de manipular las emociones y exaltarla como un remplazo a la palabra escrita constituye un retroceso cultural y social. Hoy es común reducir los escritos a meros esquemas y desdeñar aquellos que se conformen de más de unos pocos párrafos, pues se asegura que estamos en la era de la imagen; en nombre de la sana brevedad, se entroniza la perniciosa cortedad. De esa textofobiaparticipa, desde luego, Trump, hechura de la televisión, quien, por ejemplo, les respondió a los jefes de la industria petrolera, que le habían ofrecido un informe de doscientas páginas sobre la situación mundial de esa actividad, que no leería tanto, que le entregaran un documento de máximo dos páginas.

Volviendo a la televisión, lo que ocurre es que las camarillas que detentan el poder económico y político usan y abusan de los instrumentos que ella pone en sus manos para agilizar los negocios, fortalecer el monopolio, corromper a la audiencia y apuntalar su régimen decadente. Por tanto, no es extraño que los donald trump y sus congéneres sean los héroes de la pantalla chica, fue utilizándola de esa manera como Trump obtuvo un prestigio que le allanaría el camino a la Casa Blanca.

La magnitud de los problemas causados por este manejo ha llevado a Jeffrey Scheuer —a quien le debemos buena parte de las ideas consignadas en este acápite, pero quien, en nuestra opinión, le endilga a la naturaleza misma de la herramienta más de que lo que a ella le corresponde— a sostener que dos grandes tendencias le dan forma al panorama político americano de los últimos tiempos: primero el surgimiento de la televisión a mediados del siglo XX y, segundo, el hundimiento del pensamiento liberal —pensamiento que él defiende—, con el auge del reaganismo, a partir de los años ochenta, y sostiene que estas dos tendencias están estrechamente relacionadas.

El apogeo de la televisión dio lugar a lo que denomina sound bite, es decir, que la exposición argumentada del pensamiento fue reemplazada por la frase breve e impactante, la cual domina no sólo la política, sino los noticieros y, de manera más general, el ambiente de la sociedad; por eso llama a la norteamericana la sound bite society. Reconoce que la cultura está dominada por el dinero y la búsqueda de ganancias, el sesgo y las imágenes, la exageración y los egos. Denuncia que la tecnología ha fortalecido a los pocos mientras perjudica, explota y domina a las mayorías. Con justeza, afirma que todo lo mediocre y excesivo se amplifica gracias a la televisión comercializada. Desenmascara que el objetivo de los poderosos consiste en manipular las emociones, en atontar a la gente con estereotipos y saturarla con lo trivial y lo superficial.
Manipular emociones es parte del papel que juega la televisión. Tomado de bootlead.blogspot.com.co

El público tiene que soportar océanos de fragmentos de información cargados de miedos y anhelos; la repetición de escenas sangrientas, que anestesian contra la violencia, es tan extrema que ha hecho famosa la expresión: “if it bleeds, it leads”, es decir, si hay sangre, constituye un buen titular. Lo que pone al desnudo el morbo del que los programadores echan mano para atraer y pervertir a la audiencia. Hay una prisa permanente por chiviar a los competidores, que deteriora la calidad de la información: a lo nuevo lo suplanta lo más nuevo y a este, lo novísimo. Las primicias se envejecen sin que haya lugar para el examen de sus orígenes y consecuencias, y, en semejante carrera, la gente no puede seguirles el curso a los acontecimientos porque se impone la evanescencia que caracteriza a la sociedad consumista. Los minutos que se escatiman al análisis, sobran, en cambio, para repetir, una y otra vez, con toda la parafernalia propia del sensacionalismo, las escenas que los patrones de la televisión quieren cincelar en la memoria de largo plazo del telespectador incauto. Haciendo uso de la capacidad del medio de acercar lo distante, se conecta a la gente con ambientes físicos y sociales alejados mientras que se la arranca de su propio medio; como ocurre cuando el colombiano se horroriza por el desabastecimiento de los supermercados en Caracas, pero es ciego a los rostros y cuerpos emaciados por el hambre y la sed de los niños de la Guajira, del Guaviare, de Chocó, o al pauperismo de Bogotá y de Medellín...

Rige la dictadura del segundo; los encuestadores de opinión, los asesores de imagen, los comunicadores y los propagandistas usurpan los espacios que ocupaban unos políticos que exponían sus convicciones, buenas o malas, pero, al fin convicciones. Ahora estos “dirigentes” obedecen sin chistar lo que la mercadotecnia les dicta y se asoman en la pantalla detrás de los afeites que les cubren el rostro y cualquier idea que puedan tener; la apariencia ejerce un papel tan preponderante que no es fácil encontrar mejor ejemplo de la subordinación del pensamiento a la sensación que el que nos ofrece el mundo político. Como la gente vislumbra el engaño, la participación electoral cae en picada y rara vez iguala el 50 % del potencial; y las instituciones se empiezan a percibir como lo que son: fachadas, sepulcros blanqueados. Estas tendencias se insinuaron ya en 1960, en el primer debate televisado entre John F. Kennedy y Richard Nixon, quienes se disputaban la Casa Blanca. Una edición de la época del diario The New Yorker anotó: “el debate no ha sido bueno para el país: se enfocó en apuntes u ocurrencias programadas, acudió a una línea barata y al discurso grosero”. Las cosas han ido de mal en peor. Entre 1968 y 1988, según Kiku Adalto, el fragmento promedio de información sobre las campañas presidenciales cayó de 43 segundos a 9 segundos. A medida que la competencia por el rating crece, aumenta el entretenimiento, las imágenes necesitan ser más dramáticas, más ágiles, más breves y excitantes. Todo bien cargado de un simbolismo que estimula el sistema límbico, provocando emociones, temores, apetitos. La diatriba y el eslogan caracterizan el discurso político, tan emotivo como paupérrimo, del cual tenemos en Álvaro Uribe —quien se amamanta de lo más reaccionario de las ideas imperialistas— un fabricante desasosegado, que le cuelga la etiqueta de castro-chavista a todo aquel que lo contradiga. También Juan Carlos Vélez, gerente de la campaña del No, nos facilitó la comprensión del punto que aquí tratamos de explicar. Confesó que los estrategas aconsejaron dejarse de explicaciones sobre los acuerdos de paz, y, más bien indignar, emberracar a la gente (El Espectador, 2016) (https://goo.gl/EyFbrh). Es decir, manipular las emociones. Así operan la publicidad política y la comercial, y de ellas ha sido Donald Trump un maestro empírico.

Otro tanto ocurre con Twitter, cuyos textos, extremadamente breves, solo alcanzan para la execración o el éxtasis. Volviendo al tema de cómo se confecciona la propaganda, cuyo vehículo principal hoy es la televisión, ya hace casi un siglo Adolfo Hiltler había dado algunas lecciones sobre esta materia:
¿A quién ha de ser dirigida la propaganda, a las inteligencias científicas o a las masas menos instruidas? ¡Ha de ser dirigida únicamente a las masas…!

Toda propaganda ha de tener un carácter popular y descender al nivel intelectual del individuo menos dotado de todos aquellos a quienes va dirigida. Así, pues, su altura espiritual ha de ser tanto menor cuanto mayor sea la cantidad de personas que se trata de influir. Y si se pretende, como cuando ocurre con la propaganda que se realiza en una guerra, ganarse la voluntad de una nación entera, entonces no puede ser jamás excesivo el cuidado que se ha de poner en la evitación de exposiciones demasiado intelectuales… (Huber & Müller, 1976).

Tal llamado se ha venido aplicando tanto a la publicidad política como a la comercial. Los campeones globales de la democracia capitalista encuentran inspiración en el jefe de los nazis y llevan a los últimos extremos la simplificación que este aconsejaba, pues no pretenden elevar el nivel político y cultural de las masas, sino rebajarlo. Hay quienes han señalado certeramente que tanto la “nueva derecha” como el fascismo alemán han incorporado los impulsos conservadores en un sistema de representación de imágenes y medios tecnológicos. Es destacable, además, que los diferentes tipos de programas televisivos se complementan y refuerzan, cortados por la misma tijera. Todos persiguen abarcar la más vasta audiencia de personas indiferenciadas pero individualistas. Algunos opinan que lo que se está implantando es el pensamiento único, y no les falta razón en cuanto a que porciones considerables de la sociedad se han venido uniformando en una serie de aspectos básicos que les ha instilado la televisión y otros medios masivos: gustos, temores, odios y un egoísmo mórbido a causa del cual se piensa y se habla mucho de mí y poco de nosotros. Así pues, de manera aparentemente contradictoria, se azuza el individualismo, pero se desalienta la originalidad.

Junto con la egolatría, toma fuerza el chovinismo. No hay lugar para el pensamiento abstracto pero sí para el arrebato por la América heroica, la más excelsa de todo el orbe, y para el héroe individual, sea combatiente, abogado o cowboy; del cual se dice que Trump lo ha resucitado (Bolling, 2016) (https://goo.gl/uGQKAz). Esos son los protagonistas de la pantalla chica.

Del horizonte de la televisión desaparecen las clases sociales y, en particular, la trabajadora y sus agobiantes problemas, porque se ha hecho creer que Estados Unidos es la gran nación de la clase media, en la que la gente consigue lo que merece; y por lo tanto está satisfecha. Las necesidades, gustos e intereses de otros sectores quedan sepultados bajo el alud de la publicidad. A quienes propenden al cambio se les ridiculiza como elitistas, sindicación que abarca a aquellos que albergan ideas igualitarias o ajenas al interés comercial de los dueños de ese gran casino. Contemplar siquiera la posibilidad de un cambio de régimen se clasifica como simple locura.

Mientras se parla sobre la libertad de prensa y de opinión, quienes trabajan para los medios, cierto que no deben rendir cuentas a ninguna autoridad pública ni a la comunidad, pero sí a los propietarios y patrocinadores, quienes constituyen la verdadera e inflexible censura. Por si fuera insuficiente ese control, entre los periodistas se fomenta una mentalidad adversa al interés público pero favorable al sector privado, al que califican de eficiente, honesto, creador de empleo y de riqueza. Hacen caso omiso o minimizan los chanchullos de las empresas y abren así las compuertas para que la privatización continúe a pesar de los desastres que ha producido. También se les inculca hostilidad a la ideología a nombre del respeto a unos supuestos estándares de neutralidad u objetividad. La prensa se alinea con las autoridades y con el establecimiento; no obstante, se define como guardián de lo público y como justa e imparcial.

A la torcida labor ideológica de los medios la refuerzan los “expertos”, “comentadores” y “formadores de opinión”, personajes con los que la añagaza reaccionaria se presenta como algo científico, técnico, que brota de la sabiduría y no de la codicia ni del interés de clase. Los noticieros, cada vez más sensacionalistas, se ocupan en gran medida del espectáculo, del chisme sobre la vida de los famosos, y toman un tinte de entretenimiento. Los conflictos de los que tratan son el moralismo y los melodramas entre el bien y el mal.

La televisión es el medio por excelencia para la propaganda del consumismo capitalista, de la autocomplacencia, de la manipulación de las masas. Se maneja con unos formulismos, que, concebidos como la eficiencia capitalista, permiten repetir los programas y montarlos sobre la base de un mismo esquema, que incluso se exporta. Es la cultura enlatada para consumo masivo. Todo en favor de la concentración de la industria publicitaria y de los conglomerados gigantes, entre los que destacan Disney, Viacom, Time Warner.

A la televisión la aquejan siete pecados capitales, dice Scheuer: la imitación mutua, la sobresimplificación, la predictibilidad, la artificialidad, la pereza, el cinismo y el autobombo. La pereza y el cinismo contagian a la teleaudiencia: la transmisión en directo por CNN del bombardeo a las ciudades de Irak, que causó tanto dolor y tanta muerte, tanta ruina de tesoros culturales de la humanidad, la vieron los televidentes como si fuera un espectáculo de juegos pirotécnicos.

Nada escapa a su influjo: la vida imita a la televisión. Los políticos, por ejemplo, escenifican para ella, para atraer las cámaras; su versión de la política es la realidad política; los periódicos se rediseñan para lograr impacto visual. Se procura hacer pensar que la TV es el mundo, pero este es más ancho, más complejo, más profundo que esa su reproducción sintética.

Se ha convertido también, a partir de 1970, en vehículo principal del fomento del fanatismo religioso, y produce un tipo de espectáculo místico consumista, muy acorde con el espíritu de los tiempos. Las iglesias se lanzan a la arena política al tiempo que disfrutan de exenciones tributarias. Las audiencias del televangelismo saltan de 5 millones a más de 25 millones y se convierten en una fuerza política. El principal beneficiario de ella en los pasados comicios fue, por supuesto, Trump, quien acaparó el 81 % de los electores evangélicos.

El neuromarketing

En su afán por incrementar las ventas y herrar a los consumidores, el gran capital ha utilizado los avances de la ciencia y los últimos desarrollos de la tecnología. Por supuesto, los recientes estudios del cerebro llamaron de manera inmediata la atención de los mercaderes, quienes combinando marketing con neurociencia crearon el neuromarketing. Antes de echar un vistazo a uno de los estudios sobre este tema, ha de dejarse en claro que los miembros de Notas Obreras no nos oponemos a los avances científicos en ningún campo, ni a la tecnología; no somos una especie de neoluditas o postmodernos partidarios del regreso a las cavernas; por el contrario, vemos en el conocimiento, y principalmente en el método científico, una poderosa herramienta para contribuir al bienestar de la humanidad, para liberar la mente y preparar la lucha por la libertad de los esclavos del capital. No obstante, denunciamos el que estos progresos se utilicen para aumentar el espolio y la servidumbre. 

Martin Lindstrom, un danés experto en la creación de marcas (Branding), en su libro Buyology (Lindstrom, 2010) nos cuenta que trabajó con un grupo de científicos ingleses para encontrar la manera de influir decisivamente en la conducta de los consumidores y conocer qué zonas del cerebro se activan ante los estímulos de los diferentes tipos de propaganda (Lindstrom, 2010). Los investigadores utilizaron imágenes de resonancia magnética funcional (IRMF), versiones avanzadas de electroencefalografía (SST) y otros métodos para escanear el cerebro mientras que las personas observaban distintas muestras de publicidad. Estos trabajos vienen siendo utilizados por numerosas empresas gigantes, como Christian Dior, Microsoft y Unilever. Sobra aclarar que las pequeñas y medianas firmas no tienen cómo costear tales experimentos, por lo cual, estos se van a convertir en una nueva arma de concentración de capital.

Desde hace mucho tiempo, con el surgimiento del consumismo, como se reseñó arriba, el bombardeo de la publicidad ha sido intenso, siendo la televisión el medio más utilizado. A la edad de 66 años, una persona ha visto dos millones de comerciales de televisión, lo que equivale a ocho horas siete días a la semana durante seis años; a eso habría que agregarle la numerosa propaganda de internet. No debe desconocerse, por otro lado, que la audiencia busca protegerse, desarrolla cierta resistencia y olvida la mayor parte de los comerciales que ha visto (Lindstrom, op. cit.).

En esa lucha del televidente por zafarse de una parte de los mensajes, y de los anunciantes por captar la atención y convertirla en venta de sus productos, estos últimos buscan establecer cuáles imágenes, colores, escenas, aromas, asociaciones mentales pueden franquearles el acceso a los bolsillos de los consumidores y cuáles pueden provocar repulsa o ser inocuos, con lo cual se malgastan las sumas invertidas en publicidad. El camino son las emociones —cuanto más irracionales, tanto mejor—, ya que la tarea consiste en vender productos que en muchas ocasiones la persona no necesita; no la razón, que debe aturdirse, pues esta se convierte en un obstáculo para la compra. Además, hay que lograr que el comercial se almacene en la memoria de largo plazo. Se podría afirmar que buena parte de las armas que se blanden entre las firmas competidoras se forjan en los laboratorios y las batallas se libran en las regiones cerebrales del pobre consumidor, quien, sentado en su sofá, y devorando arrumes de crispetas, mira alelado la pantalla e ignora que los publicistas le están escarbando y alterando su mollera. 

Gracias a la ciencia los magnates ya saben varias cosas. Saben, por ejemplo, que la publicidad directa puede ser menos efectiva que el uso de películas, como cuando el protagonista se fuma un cigarrillo Marlboro o luce unas gafas Ray-Ban. De tal manera, que las líneas entre la publicidad y lo que se llamaría el contenido creativo son cada vez más borrosas. En el caso de la película Risky Business, el atuendo de Tom Cruise tiene efectos comerciales; de la misma manera se utilizó la serie American Idol, porque los productos que hacen parte integral del espectáculo se recuerdan más. Programas como El aprendiz y otros de radio contribuyeron a fortalecer la marca Trump y son una muestra de cómo el espectáculo se une con la publicidad.

El núcleo accumbens ha llamado la atención de los mercaderistas, ya que se activa ante el deseo y tiene papel primordial en la motivación. Otro tanto ocurre con las neuronas espejo, encontradas por el doctor Giacomo Rizzolatti y su equipo en el cerebro de los monos, y que también el ser humano posee. Se piensa que tienen un gran valor en el aprendizaje mediante imitación y en la empatía; son las que inducen a los seres humanos a llorar cuando la heroína derrama lágrimas, a sonreír cuando otros lo hacen, pero también a sentir placer cuando un enemigo sufre. Se trata pues de que la publicidad logre activar las neuronas espejo para que la persona quiera hacer lo que vea hacer al protagonista. La dopamina también cuenta para estos propósitos:

Es la substancia química que media el placer en el cerebro. Su secreción se da durante situaciones agradables y le estimula a uno a buscar aquella actividad u ocupación agradable. Esto significa que la comida, el sexo, y varias drogas de las que se puede abusar son también estimulantes de la secreción de la dopamina en el cerebro, en determinadas áreas tales como el núcleo accumbens y la corteza prefrontal (Gashin_Garbutt, 2017) (https://goo.gl/BSTcJ9).

En otras palabras, si la publicidad activa las neuronas espejo y la secreción de dopamina, se puede empujar la decisión de compra, y la mente racional no tiene oportunidad, afirma Lindstram. Agrega que cuando se ve repetidamente un producto, éste se convierte en algo deseable, y cuando se observa a los ricos y a los famosos en el disfrute de sus propiedades y comodidades, se anhela tener eso mismo. En ocasiones, se produce lo que se llama el placer vicario, es decir, indirecto: la persona se siente feliz por el disfrute del protagonista. En buena parte esto ha sucedido con los seguidores de Donald Trump; El aprendiz, como otros programas, le suministraba a la teleaudiencia estadounidense un placer vicario. Y a la hora de las elecciones sufragaron por aquel héroe que en la televisión los había hecho sentir que podrían llegar a ser tan ricos como él.

El asunto consiste en que el televidente asocie los productos publicitados como deseables, que dan estatus (es decir, atractivo) y hagan sentir la sensación de recibir una recompensa, una retribución. Los miedos, apetitos, estímulos sexuales, atracción de los congéneres o su respeto y admiración; es decir, toda clase de emociones, han sido determinantes para la supervivencia y la reproducción en el proceso evolutivo de los mamíferos; manipular las regiones cerebrales involucradas en las emociones, como el sistema límbico y varias zonas más, facilita que los individuos añoren un producto, lo recuerden y lo adquieran, las más de las veces sin detenerse a pensar. Lindstrom asegura que la decisión de compra se toma en menos de dos segundos. Agrega que cuando usted ve el producto que desea, la dopamina inunda el cerebro, luego disminuye y queda una felicidad fugaz, se produce la sensación de recompensa. Al percibir productos llamativos, se activa también una sección del área de Brodmann, que, entre otras funciones, según explica Lindstrom, está relacionada con la percepción de sí mismo y con la emoción social.

Además, la publicidad busca crear atajos en el cerebro para agilizar la decisión de compra, y destaca que el 50% de esas resoluciones se toman inconscientemente. Los atajos consisten en lo que el neurocientífico Antonio Damasio ha denominado los marcadores somáticos, cadenas que ligan conceptos, partes corporales y sensaciones; señales enraizadas en experiencias anteriores (Damasio, 2008) (https://goo.gl/U2L9cR). La propaganda los está manufacturando diariamente; verbigracia, la relación entre Japón y las buenas cámaras fotográficas o de vídeo o el papel higiénico y un perro pequeño encantador, puesto que los cachorros se asocian con las familias jóvenes que están procreando y con el adiestramiento en la higiene. Las conexiones se refuerzan mediante cadenas de avisos publicitarios. Se puede utilizar el humor para crear marcadores somáticos y, con mucha más frecuencia, el miedo, que se difunde más rápido que cualquier otra cosa. Desde luego, este tiene una importante función en política y ayudó en medida no despreciable a Donald Trump para alcanzar la victoria (¡miedo a los migrantes, miedo a los mexicanos!) o a George Bush, para hacerse reelegir después del 11 de septiembre con un video que presentaba a una manada de lobos (los terroristas) entrando a los Estados Unidos (Youtube, 2011); de tal manera que la xenofobia no ha sido monopolio de Donald Trump. Aquí vale la pena recordar que en el primer mensaje después del derribamiento de las torres, Bush invitó a los estadounidenses a que no permitieran que los terroristas se salieran con la suya y, que, por lo tanto, los norteamericanos debían lanzarse a continuar el shopping. Esto da idea de la significación que ha alcanzado el consumismo en los Estados Unidos.

Se pueden enumerar varias técnicas para subyugar la voluntad del potencial comprador. Una consiste en la combinación de sensaciones provenientes de distintos órganos de los sentidos, que tiene un efecto sugestivo más poderoso, como cuando concuerdan imágenes y fragancias. Otra estriba en hacer uso del contenido sexual, al que se le da tanta importancia que un quinto de todos los anuncios incluye referencias sexuales abiertas. También se recurre a la evocación de la infancia para crear asociaciones emotivas con un artículo, es el caso de Johnson y Johnson.

Se vienen utilizando también los mensajes subliminales, definidos como aquellos que, con una duración aproximada de una tresmilésima de segundo, repetidos frecuentemente, influencian al auditorio sin que éste sea consciente de que ha estado viendo un comercial. Afirma Lindstrom que con este tipo de propaganda se puede hacer que la persona esté dispuesta a pagar más y trae a colación el caso de los deportes y la ropa Marlboro. Las supersticiones, el sentimiento de inseguridad y los rituales son eventos de los que también echa mano la publicidad. Según el autor mencionado, comprar no es una conducta racional sino ritual. Ya podrá imaginar el lector la influencia que van ganando las clases dominantes con este tipo de herramientas.

Del resumen precedente acerca de la cultura consumista generada por el imperialismo norteamericano parece clara la relación con el triunfo electoral de Donald Trump: antes del comienzo de la campaña contaba con un importante caudal, obtenido por su carácter de celebridad, como símbolo del lujo, de la codicia, del egoísmo, de la decadencia de la sociedad gringa. Esto, sin embargo, no fue suficiente; se necesitó, además, que el deterioro de las condiciones de vida de una gran parte de la población pusiera en evidencia la incapacidad de la democracia capitalista de dar satisfacción a los anhelos de las mayorías. Y sobre este tema —el deterioro de las condiciones de vida en la tierra del Homo americanus— versará la tercera entrega de esta serie.

No obstante, antes de terminar las líneas presentes, es imperioso llamar a que se someta a crítica rigurosa cada una de las ideas que facilitan la explotación y la esclavitud. Las mayorías, en particular los asalariados, necesitan con urgencia enarbolar un ideario que reivindique el interés colectivo y rechace el egocentrismo, que impulse el odio al espolio; que avive el espíritu de lucha, y que, con el apoyo del pensamiento científico, desenmascare el engaño y la manipulación consumista de la sociedad. En síntesis, se requiere una revolución cultural que prepare el terreno a la nueva revolución política que ponga al mando del Estado a los verdaderos productores de riqueza. Los pueblos deben acometer un nuevo intento de instaurar la sociedad socialista.

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Notas

[1] No quiere esto decir que todo el pueblo norteamericano pertenezca a esa cofradía, pero sí que la ideología capitalista, impuesta de manera particularmente desenfadada desde los años ochenta, ha hecho presa de sus narcotizantes efluvios a sectores cada vez más amplios no solo de ese país, sino de casi todas las naciones. Esa esclavizante campaña la han adelantado las firmas multinacionales, el Estado, los dos principales partidos políticos, con sus Bush y sus Clinton, sus MacCain y sus Obama, gran parte de las cúpulas intelectuales y, por supuesto, los medios de comunicación. Pero, vale la pena insistir, que de la sociedad estadounidense brotan a diario expresiones de rechazo al estado de cosas y al espíritu que aquí sometemos a crítica; varios autores norteamericanos, algunos de los cuales citamos, han analizado, con conocimiento y penetración, los graves desaciertos de su país. 

[2] En diciembre de 2001, Enron, entonces el primer distribuidor de energía del mundo, que facturaba más de USD 100.000 millones al año, se declaró en bancarrota. Mediante la llamada ingeniería contable, Kenneth Lay y Jeffrey Skilling, uno de los “más brillantes” MBA (Magíster en Administración de Negocios) de la Universidad Harvard, venían alterando la contabilidad de la empresa para pagarse sueldos de más de cuarenta millones al año: hacían aparecer los préstamos como ingresos, los pasivos como activos e inflaban los beneficios. La acción se cotizaba a USD 90. Luego cayó a USD 1, pero los astutos ejecutivos ya habían vendido su participación. En el desarrollo de esta contabilidad “creativa” contaron con la asistencia de la firma Arthur Andersen, una de las más renombradas de la auditoría contable. La quiebra les produjo la ruina a miles de inversionistas y la pérdida de las pensiones a los trabajadores. Los ejecutivos de Enron tenían relaciones estrechas con el gobierno de Bush, a quien le habían aportado más de medio millón de dólares para la campaña presidencial. Si bien hay diferencias entre los distintos robos empresariales citados en este artículo, con la mención que se hace del caso de Enron se consignan los rasgos generales de esos comportamientos.

[3]Se parte del dinero invertido que se convierte en mercancía; una vez vendida esta, se regresa de nuevo al dinero, pero incrementado con la plusvalía,es decir, al capital dinero.

[4]Debo a Barber (op. cit.) parte de las ideas sobre el consumismo, en particular las que se refieren al narcisismo e infantilización del individuo y al asalto a la niñez.

[5]Como en el caso de la televisión, no se pretende sostener que las redes sociales no sirvan para fines benéficos, de hecho, muchas personas y organizaciones defienden por medio de ellas causas progresistas.

[6]They are casting their problems at society. And, you know, there's no such thing as society. There are individual men and women and there are families. And no government can do anything except through people, and people must look after themselves first. It is our duty to look after ourselves and then, also, to look after our neighbours." (theguardian, 2013)https://www.theguardian.com/politics/2013/apr/08/margaret-thatcher-quotes
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Fuente: http://notasobreras.net/index.php/internacional/estados-unidos/617-la-apoteosis-del-homo-americanus-ii

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